martes, 22 de mayo de 2007

Artículo VI

LA DESPEDIDA

Paula no entendía bien qué pasaba. No comprendía por qué estaban todos en aquel horrible lugar de paredes blancas, con pasillos interminables y decenas de puertas cerradas. También le desconcertaban aquellos médicos que corrían de un lado para otro como si les fuese la vida en ello. Apenas se detenían, excepto para hablar con alguno de los desconocidos con rostro compungido que se encontraban allí sentados. A pesar de su corta edad, la pequeña Paula intuía que lo que decían aquellos hombres vestidos con bata blanca no era nada bueno, porque justo al momento las personas que conversaban con ellos estallaban en un llanto incontrolado. A pesar de que ella no era la receptora de la información, sentía de igual modo esa tristeza y desconsuelo que parecía ser transmitida por aquellos médicos a los que Paula temía tanto. Pensaba que todo estaría bien si ellos no se acercaban.

Era la primera vez que pisaba un lugar como aquel. Su madre, al despertarla por la mañana le dijo que iban al hospital a ver a su abuela. Paula pensó que su “yaya” había cometido una locura. ¿Por qué había decidido mudarse y dejar su preciosa casa para vivir en aquel sitio donde el aire tenía ese olor tan extraño? Estaba dispuesta a cantarle las cuarenta, porque la semana que viene era su séptimo cumpleaños y, como siempre, estaba ansiosa de tomar esa jugosa tarta de chocolate con galletas que sólo sabía hacer su abuela, nombrada por Paula como “la mejor cocinera del mundo”.
Al entrar en aquel sitio donde la enfermedad hace prisionera a las personas y la muerte se esconde tras las esquinas, Paula comprendió que lo de su abuela no había sido una simple mudanza; era algo peor que no quería alcanzar a imaginar. Su madre le explicó que “la yaya está malita y se va a ir al cielo muy pronto con los ángeles y demás criaturas bellas”. La pequeña abrió sus enormes ojos color miel intentando comprender bien lo que le explicaban. ¿Por qué su abuela se iba a aquel sitio? Confiaba en que no sería para siempre y que dentro de poco estaría otra vez con ella. Nadie le había hablado a Paula sobre el fin de la vida. Pensaba que las personas eran eternas y que como los dibujos animados que veía en televisión eran inmunes a la enfermedad, a los golpes o a los accidentes. Pero se equivocaba.

Pasaron dos horas antes que el “temible” doctor se acercase a hablar con los padres de Paula. Había llegado el momento de la despedida. El médico aconsejó a los familiares que fuesen pasando uno a uno para molestar lo menos posible a la enferma. El último turno le había tocado a la pequeña.

Paula giró el pomo de la puerta con cierto miedo, pero al ver el rostro de su abuela que le sonreía, sus temores se esfumaron y volvió a ser la chiquilla decidida que todos conocían. Al llegar a la cama donde estaba tumbada su yaya Teresa, cogió impulso para darle un beso en la mejilla y dio comienzo la ristra de preguntas que tanto atormentaban a la niña. Su abuela, como acostumbraba a hacer, le respondía con esa dulzura y tierna mirada que tan a gusto le hacían sentir a Paula. Teresa era la fiel confidente de la pequeña y poco a poco se había ganado su confianza. Entre las dos existía un vínculo muy fuerte imposible de ser destruido.
Teresa le habló a su nieta sobre el infarto que había sufrido aquella noche y del nefasto pronóstico que le habían revelado los médicos. Paula, a pesar de ser aún una niña, comprendió de inmediato lo que todo aquello significaba. Jamás tomaría esos deliciosos dulces que cada semana preparaba, jamás le volvería a contar esos cuentos fantásticos que hacía que las horas se esfumasen, jamás volvería a dormir junto a ella cuando sus padres salían de fiesta…jamás volvería a ver a su abuela. Se le inundaron de lágrimas los ojos y comenzó a llorar desconsoladamente. La anciana la acercó para sí y ella rodeó el cuello de su yaya con sus pequeños bracitos. Teresa intentó consolarla con palabras tiernas y tranquilizadoras, pero su voz se entrecortaba de la emoción que la embargaba.
Cuando ambas se tranquilizaron y consiguieron dominar el llanto, Teresa le habló a Paula sobre la eternidad. En la vida real no volverían a verse pero, ¿qué pasa con el mundo de los sueños? La mente no tiene límites y los recuerdos son eternos. Eso era lo que quería hacerle entender a su nieta y, tal como mostraba su rostro inocente, lo había conseguido.
Paula aprendió varias cosas aquel triste lunes de enero que le hicieron comprender que la vida no es como los cuentos, que los humanos son mortales y que los que abandonan este mundo terrenal dejan un profundo vacío en la vida de sus seres queridos. Aquel día, parte de su ingenuidad e infancia le fueron arrebatadas, ya que en pocas horas maduró a pasos agigantados. Sin embargo, también entendió que en el corazón de uno las personas son eternas y son ajenas al paso del tiempo. Paula sabía que su abuela estaría con ella para siempre; quizás no en cuerpo, pero sí en espíritu.

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